Un sabio dijo una vez que el destino es el que reparte
las cartas y nosotros somos quienes las jugamos y si esto es así, a mí sin duda
me tocaron las peores.
Mi nombre es Lorenzo Ramírez y nací hace 85 años en
la ciudad de Florencia, Italia, en una familia “humilde”, tan “humilde” que al
poco de nacer me abandonó cerca de la emblemática catedral de Santa María de
Fiore, donde me recogió el padre Lorenzo quien me dio su nombre y su segundo
apellido, después me condujo a una casa de acogida, lugar en el que permanecí hasta los 18
años.
Aquel período fue uno de los más felices de mi
vida, sin preocupaciones. Lo más bonito de la infancia, sin lugar a duda, es la
inocencia, el desconocimiento del futuro y del porvenir, no intuyendo los males
de este mundo y pensando en La
Tierra como el planeta más maravilloso del universo.
Sin embargo, en mi caso era todo así, pero con una
pequeña excepción ya que pensaba en mis padres como las personas más horribles
de este mundo, aquellos que no supieron darme ni un nombre.
Cuando le contaba todo esto al padre Ramírez, mi tocayo,
me respondía con una sencilla frase: ¡ojalá supieras lo que estás diciendo!
¡Ah!, las
palabras que decía el padre Lorenzo eran de las que te hacen pensar, lo que salía por su boca era lo más maravilloso que podía
decir una persona.
Cuando cumplí los 18 años, en la casa de acogida me
pidieron que les dejase y que encontrase una vida lejos de allí. Creo que ellos
no sabían de lo que hablaban, para ellos todo era muy fácil pues no saben lo
que es empezar de nuevo, pero en fin, me tuve que ir y emprender el camino de
la vida.
Durante los primeros años de mi mayoría de edad, no
encontraba trabajo, era un mar de desgracias. La primera vez que dormí en la
calle pensaba en lo bajo que había caído, en mi porvenir…
Los años fueron pasando y yo seguía sin dar pie con
bola.
Uno de mis peores momentos fue el que voy a relatar
a continuación.
Una noche estaba solo con 10 liras y tuve la
temerosa tentación de comprar una botella de coñac y aunque para mí sea muy
duro de admitir, me terminó gustando.
Después de aquello quise repetir una y otra vez
convirtiendo así al alcohol en una obsesión.
Con cada copa mi obsesión iba a más, con cada sorbo
me hundía aun más aún en mí mismo. Pero llegó la peor parte, al cumplir los 35
años tuve un problema con el hígado, jamás olvidaré el día en el que me dio un
dolor punzante y quedé inconsciente, una mujer se preocupó por mí y llamó a una
ambulancia.
Es impresionante la certeza de aquel dicho “no hay
mal que por bien no venga”. Ese bien fue Margarita, la mujer que quiso mostrar
conmigo su lado más entrañable y la que es hoy mi mujer, volviendo ahora, en
este momento al principio de este escrito, hoy me ha tocado jugar la última de
mis cartas, una que viene cargando con las anteriores, el hígado.
Tanto alcohol provocó un tumor bastante grave ¡me
duele mucho…! Cada vez necesito descansar más.
Mis palabras van dirigidas a la humanidad y me
gustaría que supieráis que las personas como yo no son malas personas. Yo he
tenido la suerte de recibir cuidados antes de morir, pero muchos de ellos
tienen la mala fortuna de morir en la calle, de frío.
¡No dejéis de ofrecerles vuestra ayuda al igual que
hicieron conmigo!