- ¡Echo todo al veintiuno rojo!
Los participantes miraban con curiosidad
la ruleta, con incertidumbre de qué saldría.
-¡Gana el veintiuno rojo!
-¡Has ganado! –Dijo Sara eufórica.
-¿Todo esto es mío? –Preguntó señalando
el enorme fajo de billetes que le estaba entregando el crupier. Este asintió.
Pasaban las horas y la racha de suerte
de Marcos no se acababa, siguió apostando en aquel casino hasta que cerró y
junto a Sara fueron a un parque cercano.
-¡Esto es increíble, mira cuánto dinero!
– Dijo Marcos mientras lo esparcía por el aire. Cásate conmigo, haremos una boda
enorme, con muchos invitados.
-¡Claro que sí!
Pasaron semanas y seguían yendo al
casino, ya sin tanta suerte.
-Cariño, creo que deberíamos dejarlo ya,
es tarde y no me encuentro bien.
-¡Sara, por favor! ¿No ves que estoy
ocupado?
-Marcos, no nos queda dinero, vámonos.
Pero él siguió jugando, desairando a
Sara.
La mala suerte en el juego le estaba
trastornando. Llevaba dos días sin aparecer por casa y cuando llegó olía a
alcohol y estaba de mal humor.
Sara se ofrecía a ayudarle, pero él se
negaba.
Cuando ella abandonó la habitación, Marcos aprovechó para coger los
ahorros que tanto tiempo le había costado recaudar y los usó para apostar.
Marcos se pasaba todas las noches fuera
y no conseguía ganar nada. Cada vez debía más y más dinero y no sabía de dónde
sacarlo.
Un día llegó borracho a su piso y
mientras Sara dormía le quitó suavemente el anillo que le había regalado cuando
la pidió matrimonio para venderlo.
Sara se despertó mareada, no paró de
vomitar en toda la mañana y decidió hacerse una prueba de embarazo, que dio
positiva. Iba a ser madre, lo que siempre quiso.
Marcos y ella quedaron en un restaurante
para darle la feliz noticia, pero no se presentó y cada vez se le hacía más
difícil afrontar la situación en la que vivía.
Harta, le escribió una nota diciéndole:
“Conocerás a tu hijo cuando llegue el
momento, por ahora no.”
Tras hacer eso, cogió una maleta y todo
lo que pensaba que iba a necesitar y se fue para no volver jamás.
Buscó muchos lugares para dormir: albergues,
hostales, hasta hospitales, pero en ninguno le dejaron quedarse, así que como
última opción tuvo que buscar un colchón que alguien había dejado en la calle y
meterse bajo el puente de una autopista.
Pasaron los meses y Sara sobrevivió como
pudo, con ayuda de algunos mendigos de la zona, que la acogieron como una más.
Llegó el día en el que rompió aguas y
por fin nací yo, Alejandro.
Las cosas acababan de empezar a ponerse
difíciles ahora, que no teníamos dinero para alimentarnos a los dos ni para mis
cuidados.
A las pocas semanas, mi madre consiguió
un trabajo en un bar de la zona, con el que pudimos alquilar un piso en el que
vivir.
De mi padre nunca supe nada, tampoco se
interesó en saber nada de mí ni de mi madre, así que nunca le volvimos a
nombrar.
Nunca tuve todo lo que quería, pero me
conformaba con tener a mi madre, una mujer valiente que supo cómo salir
adelante a pesar de los obstáculos que la había puesto la vida.